La proliferación de alternativas
acontece en la esfera del consumo; en lo económico, social y político el menú
se reduce a una sola sopa.
La desigualdad es el cáncer del siglo XXI. El número de
personas que controla la economía global disminuye en la medida en que aumenta
el de los ciudadanos que no decide el rumbo de su país. Son las dos caras de la
misma moneda: el dinero y el poder público están concentrados en poquísimas
manos, y esas manos están fuertemente entrelazadas unas con otras. Se combinan
dos tendencias: la educación, la politización, la interconexión y las
expectativas de las sociedades se potencian mientras que la gama de decisiones
que esas sociedades pueden tomar sobre su modelo económico o su entramado
político se estrecha. En tales circunstancias no puede esperarse de la
ciudadanía otra cosa que una creciente inconformidad, activa o pasiva, frente a
las cúpulas decisorias. A diferencia de hace 40 o 50 años, ya no resulta viable
optar democráticamente por reducir las brechas sociales. Es la paradoja de la
sociedad abierta popperiana, que ha resultado asaz cerrada: contra lo que
generalmente se cree, la era democrática es considerablemente antidemocrática,
y en términos de la libertad del electorado para diseñar su proyecto social la
apertura ha devenido en una cerrazón que no existía antes del triunfo liberal.
La proliferación de alternativas acontece en la esfera del consumo; en lo
económico, en lo social y en lo político el menú se reduce a una sola sopa.
A
diferencia de hace 40 o 50 años, ya no resulta viable optar democráticamente
por reducir las brechas sociales
La crisis de la socialdemocracia ha precipitado la crisis de
la democracia representativa. Para decirlo con más precisión: el desplazamiento
a la derecha y la consecuente pérdida de identidad de la tercera etapa
socialdemócrata —la primera fue la del revisionismo bernsteiniano y la segunda
la de la Treintena Gloriosa— es una de las causas del alejamiento de los
representantes con respecto de los representados. Puesto que las élites
empresariales se montaron en la globalización para derechizar a los partidos, y
dado que en la mayoría de los países no quedó en la baraja partidista ninguna
opción real de poder discrepante del neoliberalismo, se azolvaron los canales
institucionales de disidencia y la protesta anegó las calles. El repliegue del
Estado de bienestar, la disputa por un capital transnacional volátil que castiga
a quienes pretenden redistribuir el ingreso, la desregulación, el “riego por
goteo” de un modelo económico hegemónico que enriquece desproporcionadamente a
unos cuantos para que la mayoría reciba las sobras de esa riqueza, la
subordinación del poder público al dinero y la concomitante corrupción de la
partidocracia, todo conspiró para que las aguas democráticas se salieran de
cauce. Por eso urge diseñar la cuarta socialdemocracia, la que represente a ese
demos que se separa de un cratos cada vez más elitista, la que contrarreste la
deserción democrática.
Lo peor que puede ocurrirle a una verdad es volverse un lugar
común. La travesía rumbo a la obviedad empieza en el rechazo y termina en la
irrelevancia o, peor aún, en el dogma. La realidad suele navegar penosamente
contra la corriente, y rara vez su llegada a puerto es digna de celebración.
Las ideas que quedan cautivas en su propia veracidad pierden visibilidad o,
mejor dicho, pertinencia: si repetir una mentira mil veces la hace creíble,
reiterar una verdad hasta la saciedad la evapora. La cárcel se convierte en
fortaleza que impide evaluar salvedades o limitaciones. Decir que las
sociedades son cada día más desiguales, que los poderosos acaparan el mando,
que la ciudadanía rechaza la intermediación, que los partidos actuales son
incapaces de representarla, y que todo ello está mal, se ha convertido en una
perogrullada, y eso lastra la búsqueda de soluciones. Mientras tanto, la
humanidad está ahí, esperando que alguien le ofrezca un planteamiento original,
una idea fuerte que capture su imaginación, renueve su fe en el futuro y la
motive a enderezar esta aldea global cuya vocación parece ser la de un globo
aldeano. Hay momentos en la historia en que la cordura y la audacia se vuelven
sinónimos y en los que regatear el cambio es, simple y llanamente, ignorar el
signo de los tiempos. Estoy persuadido de que este este es uno de ellos.